miércoles, 23 de diciembre de 2009

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       Supongo que vivíamos en una felicidad infinita. Eso era lo que, por las mañanas, sentía al comprobar la nitidez de las hojas verdes de los árboles. La luz del sol parecía penetrarlo todo y la superficie del mar se convertía en una explosión continua de centelleos plateados.

Al atardecer el sol se escondía por el horizonte y, junto a mi padre, observaba bandadas de pájaros a contraluz. Sus alas oscuras se agitaban sobre un fondo radiante. Después, según se acercaba la noche, el cielo se coloreaba de naranja y luego se volvía rojo como la boca de un vampiro.

Por la noche, bajo el azul nocturno, las farolas irradiaban una aureola luminosa que dejaba las calles y las proximidades de la playa en una penumbra tranquila, casi pesada, tangible.

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