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Al principio no había palabras.
Si acaso algún sonido procedente de la orilla o el murmullo de las olas bajo el agua. Quizás también esa forma de flotar mientras observaba los árboles cercanos a la playa y niños que corrían en bañador por las dunas.
Bajo la sombrilla mi madre me esperaba con el o-nigiri.
No había palabras, solamente imágenes, movimientos de objetos como cometas o personas sin nombre paseando por la orilla. Tal vez arbustos inmóviles o sombrillas acariciadas por la brisa, hombres y mujeres quietos bajo el sol que, de repente, se tocaban la frente, el pecho o el brazo para apartar algún insecto o alguna gota de sudor.
Al principio era así.
No era necesario articular palabra alguna, ni siquiera leer palabras, frases que dijeran lo que había alrededor o las ideas que ahora reverberan, crepitan o se deshacen dentro de la cabeza.
Tampoco había ruido, nada parecido.
El sentimiento de flotar era semejante al de una nube en medio de un cielo azul o igual al de las algas que se desplazan por el agua, cerca de la orilla. Era una especie de éxtasis inconsciente y, a la vez, tolerable.
¿Y la luz? ¿Cómo era la luz?
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