jueves, 24 de diciembre de 2009

4


Está lloviendo. Está lloviendo todos los días.

Hace unos minutos iba en un taxi y observaba las luces borrosas que se podían ver a través de las ventanillas del coche. Era un puzzle de colores donde se mezclaban imágenes de escaparates encendidos y maniquíes ausentes con locales de pachinko o karaoke abiertos hasta el amanecer. La mano enguantada del taxista en el interior confortable y cálido del automóvil contrastaba con el hombrecito verde del semáforo en posición estática bajo la lluvia.

Desde el taxi miraba la calle que se quedaba atrás en el rectángulo irregular de los retrovisores. Veía coches de policía y relojes que marcaban las 4.42 am y después las 4.43. Había gente caminando de vuelta a casa o buscando un after, una sauna. Eran sombras de personas sin nombre que caminaban por la calle. Sombras confusas. Sólo eso. Otros automóviles salían de Shinjuku en dirección hacia Jimbochó y nos adelantaban en una bruma borrosa y acuática carente de nitidez. Sentía el sonido de la lluvia en los cristales y una tristeza colosal que se movía suavemente dentro de mí. 

 

3

      Hace tres meses estábamos en la playa. En la isla de Jima. El sol caía en perpendicular sobre la superficie del mar que se volvía transparente. Hotaru estaba tumbada sobre una esterilla. La piel le brillaba a causa del protector solar y había olas y pájaros. Como hace años, conseguía comprobar la nitidez de las hojas verdes de los árboles. Observaba también a otras personas que paseaban por la playa y que seguían sin tener nombre. Un grupo de adolescentes jugaba al balón entre las dunas.

Alguien de ellos dijo:

-       ¿Es que te crees Nakamura? (1)

El muchacho a quien habían preguntado dio una voltereta en el aire y las jóvenes empezaron a susurrarse palabras al oído. Se reían y se tapaban la boca.

Hotaru seguía tumbada. Quieta como una nube.

Observé los cuerpos de las adolescentes, ligeros como el aire o flores recién despiertas. Sus cuerpos dispuestos y alerta,  educados para comenzar a articular las palabras necesarias que las convertirían en pequeñas islas, en archipiélagos aislados con sus propios dialectos. Reflexioné entonces acerca de las consecuentes dificultades de traducción e interpretación de esos signos lingüísticos pronunciados por ellas mismas o sus amigos. Pensé en sus cuerpos, en las bocas que pronto empezarían a utilizar un lenguaje que les haría sentir la soledad que está detrás de cada palabra que se pronuncia. Cada palabra articulada que el otro no entiende y que contiene ruido. Sentí ese ruido.

En ese momento, Hotaru pareció salir de un sueño profundo y dijo:

- Tengo hambre. Quiero o-nigiri de atún.

Después de escucharla aparté un mosquito que se entretenía en mi brazo. 




(1) Nota del autor: Shunsuke Nakamura es un jugador profesional de fútbol nacido el 24 de junio de 1978 en Yokohama, Japón. Juega de centrocampista ofensivo, por ambas bandas y debutó profesionalmente de la mano de Xabier Azkargorta en el Yokohama Marinos. Luego de participar entre el 2002 y 2005 en la Serie A italiana con el Reggina Calcio, jugó para el Celtic de Glasgow hasta el 2009. Desde la temporada 2009-10 juega en el RCD Espanyol, club perteneciente a la Primera División de España.

miércoles, 23 de diciembre de 2009

2

       Supongo que vivíamos en una felicidad infinita. Eso era lo que, por las mañanas, sentía al comprobar la nitidez de las hojas verdes de los árboles. La luz del sol parecía penetrarlo todo y la superficie del mar se convertía en una explosión continua de centelleos plateados.

Al atardecer el sol se escondía por el horizonte y, junto a mi padre, observaba bandadas de pájaros a contraluz. Sus alas oscuras se agitaban sobre un fondo radiante. Después, según se acercaba la noche, el cielo se coloreaba de naranja y luego se volvía rojo como la boca de un vampiro.

Por la noche, bajo el azul nocturno, las farolas irradiaban una aureola luminosa que dejaba las calles y las proximidades de la playa en una penumbra tranquila, casi pesada, tangible.

lunes, 21 de diciembre de 2009

1


1

            Al principio no había palabras.

Si acaso algún sonido procedente de la orilla o el murmullo de las olas bajo el agua. Quizás también esa forma de flotar mientras observaba los árboles cercanos a la playa y niños que corrían en bañador por las dunas.

Bajo la sombrilla mi madre me esperaba con el o-nigiri.

No había palabras, solamente imágenes, movimientos de objetos como cometas o personas sin nombre paseando por la orilla. Tal vez arbustos inmóviles o sombrillas acariciadas por la brisa, hombres y mujeres quietos bajo el sol que, de repente, se tocaban la frente, el pecho o el brazo para apartar algún insecto o alguna gota de sudor.

Al principio era así.

No era necesario articular palabra alguna, ni siquiera leer palabras, frases que dijeran lo que había alrededor o las ideas que ahora reverberan, crepitan o se deshacen dentro de la cabeza.

Tampoco había ruido, nada parecido.

El sentimiento de flotar era semejante al de una nube en medio de un cielo azul o igual al de las algas que se desplazan por el agua, cerca de la orilla. Era una especie de éxtasis inconsciente y, a la vez, tolerable.